por Martín Gozdziewski
Escritor
En mi adolescencia (no hace poco, pero tampoco mucho), tomar una decisión me resultaba muy difícil. “¡Pero che! ¡Qué indeciso!”, me decían todos. Decidir era asumir una responsabilidad sobre mis cosas, implicaba un compromiso. Las decisiones difíciles las vivía “pateando” hasta último momento, hasta que no tuviera otra alternativa que decidirme. En la mayoría de los casos, trataba de que los demás decidieran por mí, porque así era más sencillo.
Si tengo que buscar una explicación a tanta indecisión, podría decir: “Y bueno, era adolescente, no quería elegir, quería vivir el presente”. Me faltaba seguridad y también esperaba la aprobación constante de los demás. La mirada de los otros, que, a veces, juzgaba de manera cruel, me provocaba un poco de temor, y eso aumentaba mi indecisión. Sentía que los otros no estaban para entenderme, sino para juzgarme, pero, en realidad, este pensamiento era un prejuicio: más tarde, comprendí que no todos eran iguales, que había mucha gente que sí podía entenderme.
El tiempo fue pasando, fui creciendo, evolucionando y, aunque fui ganando seguridad y confianza en mí mismo, el temor y las dudas siguen presentes en cada decisión que debo tomar. Sin embargo, ya no me paralizan: son algo normal y están ahí para ser superados.
“¡Tengo que decidir! ¡Qué hago! ¡Qué indecisión! ¿Y si me equivoco? Mejor... ¡no decido nada!”
Al decidir, modifico −en mayor o menor medida− el rumbo de mi vida. En todo momento, estoy eligiendo y, a la vez, resignando algo. Decidir es algo inevitable, porque, para vivir, además de respirar, es necesario tomar decisiones.
Aun cuando una decisión modifica las cosas, no hay que tomarla tan drásticamente. A pesar de las dudas, conviene dejarse llevar simplemente por lo que uno cree que es lo correcto. Siempre surge esa corazonada, esa voz interna que nos habla o nos grita: seguí, dale, no temas, vas bien... Lo importante es decidir con convicción. Si los demás deciden por mí, cuando lleguen los resultados negativos, empezaré a renegar, a maldecir y a repartir culpas.
“Aprovecha ahora que eres joven”, frase conocida y tan cierta. Aprovecha a decidir con libertad, aprovecha a equivocarte. Tomate un tiempo para escuchar tu voz interior y, por supuesto, la de los que te quieren de verdad, que son nuestros guías, los que nos hablan desde la experiencia. No te quedes con las ganas imaginando qué hubiera ocurrido, si lo hubieras intentado.
“La vida es un lienzo. Somos colores esperando pintar ese lienzo con nuestras acciones y decisiones”*, escribí en uno de mis cuentos. Dando pinceladas, iremos pintando nuestra realidad, nuestra identidad, nuestra obra única. El futuro lo construimos día a día, paso a paso, pincelada a pincelada, decisión a decisión.
LA vida es MI vida: escribimos nuestra propia historia, pintamos nuestra propia obra única e irrepetible. Elegimos. Todo el tiempo elegimos.
Toda decisión es en el presente y se proyecta hacia el futuro: lo que decida hoy, en el futuro cercano o lejano, proveerá sus frutos. Lo importante radica en que las decisiones que tomamos no persigan otro fin que el de hacernos felices. El hecho de elegir lo que te gusta, a pesar de los riesgos, tiene su premio, te lo aseguro.
Te invito a pintar tu futuro desde hoy, eligiendo los colores que más te hagan feliz. Sólo trata de escuchar tu voz interior, que está ahí en algún rincón de tu ser. Porque, en definitiva, todas las respuestas se encuentran dentro tuyo.
En “Pintores de la Vida”, del libro Cuentos jóvenes para jóvenes, Editorial San Pablo.
martes, 1 de septiembre de 2009
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